Dicen que el creyente se asemeja a un trapecista de circo. El trapecista se suelta del trapecio, con triple mortal, confiando en las manos firmes de su compañero que lo atraparán y no permitirán que caiga al suelo. De igual forma el cristiano necesita arriesgar su vida en determinados momentos, apostándolo todo a la promesa de salvación.
Esta confianza en Dios, base de la conversión del corazón, requiere que auténticamente estemos dispuestos a soltarnos en Él.
Al igual que el trapecista, al soltarnos de nuestras ataduras, debemos esperar con manos firmes y sin vacilación, esto es, con fe, que Él no permitirá nuestra caida.
Sin embargo, a diferencia de aquel, esta espera puede ser larga y particularmente difícil para nuestra alma. Es fácil enredarse en complicaciones, dudas y luchas interiores.
En estos duros momentos de espera, no podemos seguir sino andando con sosiego un paso tras otro, alegrándonos con el sol que sale hoy, marchando con un corazón amplio, por el camino que hoy es el nuestro.
Lo demás, lo de ayer y lo de mañana, no debe inquietarnos. Debemos fiarnos de Dios y seguir dejándonos caer en sus brazos.
Caminar, esperar y dejar que los pajarillos sigan cantando. Un día será primavera en nuestra alma y se abrirán las rosas.
Confiar en Dios es ponernos en sus manos.